La madrugada me encontró despierto, con los ojos clavados en el techo, el insomnio tejiendo telarañas en mis pensamientos.
La oscuridad se confabulaba con el silencio para amplificar el eco de tu ausencia, cada tic-tac del reloj era un recordatorio de tu ausencia. Las palabras se agolpaban en mi cabeza, un torrente de emociones que desembocó en un desahogo nocturno en el Fehaciente, un grito silencioso en la inmensidad de la red, donde las palabras se pierden como lágrimas en la lluvia.
Cerré los ojos con la falsa promesa del descanso, pero el sueño fue un espejismo fugaz. Apenas logré conciliar el sueño cuando el despertador, implacable, me arrancó de la cama para enviar el contrato de la tienda de regalos, un trato que se cerraba mientras mi mundo se reorganiza, como un rompecabezas al que le faltan piezas.
Las horas se sucedieron entre informes y bases de datos, números y clientes, una vorágine laboral que me mantuvo a flote, un remolino que me impedía hundirme en la melancolía. Revisé cada nombre, cada cifra, con la esperanza de encontrar en ellos un sentido, una razón para seguir adelante.
Al caer la tarde, el salmón y los perritos de mi amiga, esas pequeñas criaturas llenas de alegría, me regalaron un momento de tregua, un bálsamo para este apesadumbrado corazón. Sus ladridos, sus juegos, su amor incondicional, me recordaron que la vida sigue, que hay razones para sonreír.
Pero la noche trajo consigo el regreso del dolor de cabeza, un gigante invisible que pretendía derribarme, pero al que me enfrentaría con la mísera valentía con la que he enfrentado todos los desafíos de mi vida.
Por ti me enciendo cuando sueño que te tengo que tener...